16 de abril de 2024

Compléments à la théorie sexuelle et sur l'amour. Montaigne

 

Imagen representando una vista de la torre de Montaigne y los planos de las tres plantas. 
Reproducida de la edición de los Essais de Librairie Firmin-Didot et Cie., Éditeurs. París, 1907

Montaigne


Pascal Quignard



El sábado 29 de agosto de 2020 estuve en Montaigne. La torre era mi camerino. Teníamos que tocar en el espacioso patio que delimitan la torre, el establo y el castillo. Releía las partituras del concierto con la extraordinaria pianista virtuosa Aline Piboule. Teníamos que interpretar Boutès en un escenario en el patio, frente a la gran escalinata, cuando cayera la noche, a las 21:00 horas. Trata de la historia de un hombre en un barco que escucha un canto maravilloso y se lanza sin la menor vacilación al mar. Hasta tal punto ama la música. Hasta tal punto ama el mar. Una vez releídas las partituras, dejé que Aline se vistiera, se pusiera su vestido de noche, su reluciente vestido de Sirena, se cortara las uñas, se puliera las uñas, se esmaltara las uñas, se maquillara, se pintara los labios. Yo caminaba en círculos. Vagaba por allí. Descubrí no las tres salas que tan elocuentemente me habían enseñado unas horas antes, sino sus muros. A fuerza de subir y bajar, comprendí sus trucos. La capilla de abajo era un señuelo. Tanto para los reformados como para los católicos. El conducto que conectaba a través de la muralla con el dormitorio permitía no asistir a misa —aunque servía para oírla. Él fingía escuchar lo que no escuchaba. Oculto en el muro de su dormitorio, a la izquierda de la ventana, había otro escondite. Se sustraía a la vista de los que habían venido a verle —y sin que fuera necesario estar ausente. Por último, en lo más alto, no trabajaba en su librería, en el segundo piso, sino justo al lado, en el ropero, que era una especie de garitón que flanqueaba la torre propiamente dicha: allí, frente a la chimenea, justo debajo de la ventana que daba a los campos y a los bosques, con la luz que entraba por la derecha, leía al calor, frente al hogar, escribía a la luz lateral del día, a dextra, o, aún más a menudo, releía, retomaba  su interminable libro.


El erudito recorta la frase oral, luego recorta las secuencias en el flujo de la frase, luego recorta las palabras en las secuencias, luego recorta las letras en las palabras.


El erudito es el recortador, la punta de su mano es la punta de su cuchillo, el secare, las tijeras de podar, cortando el follaje, despiezando los animales, no dejando piedra sin remover, disociando la frase del mundo, desentrañando los largos periodos discursivos, desmembrando las complejas maquinaciones sociales, descomponiendo la sintaxis de las cosas en su relación de unas con otras, desgarrando incluso las palabras de su lengua para desbrozar los etyma que se fusionan en el fondo de las palabras.


Entonces el erudito los deja dispersos, desgarrados, sin elegir. Deja las incógnitas sin resolver.


Lo literario no concluye. No apacigua. No elige. No significa. No apunta. No escinde.


1. La garita de la torre


Me encantaba ese vestidor tan estrecho, casi triangular, en el que toda la luz procedía del hueco de la ventana renacentista. Y resulta que la pequeña habitación del garitón estaba pintada con frescos, todos sacados de los doce libros de las Metamorfosis de Ovidio. Con el paso del tiempo, las pinturas han sido desleídas por la humedad. La mayor parte casi se han disuelto en el revoque. Hice fotos con mi teléfono: solo se ven tonos desvaídos. No se adivinan los temas. Un análisis espectrográfico podría identificar los sepias, los puntos de copia, los contornos de las figuras, si las imágenes utilizadas como modelos habían sido transferidas previamente. En realidad no importa: se podía imaginar lo que se quería descubrir. La naturaleza propia del alma es imaginar lo que no puede ver. Cuando la diosa de las diosas cegó a Tiresias, Zeus transformó su visión en clarividencia. En la campana inclinada de la chimenea veía la celda donde San Juan de la Cruz escribió La Noche Oscura utilizando el hollín de su chimenea mezclado con su orina.


«El mundo siempre mira al frente —escribió Montaigne—, yo repliego mi mirada hacia adentro». Así es el mundo tan radicalmente endógeno de la literatura.


Cámara angusta: celda estrecha, angosta, la cabeza en la ventana. Es el apéndice de la torre.


Su casamata.


Excrecencia de la muralla sobre los campos, sobre los habitáculos de las cuadras donde descansan los caballos, sobre las viñas.


Epicteto decía que solo necesitaba un plato para comer y una lámpaea de aceite colgada en la pared para leer.


Trasalcoba de piedra en el eremitorio de los libros.


La axila de quien aman, donde les gusta deslizar el rostro. Incluso los gatos buscan el pliegue bajo el brazo, el pliegue de carne bajo el pecho, donde reposar la mirada y recuperar el latido que los tranquiliza. La guarida es el cuerpo. El viejo regazo de una piel de animal, ese es nuestro destino. La primera manta en la que pensaron los hombres fue la piel de una bestia después de haber devorado sus carnes.


El garitón que flanquea la torre de Montaigne —es lo que él llama en sus Ensayos «la trastienda»..


«Una trastienda por entero nuestra, por entero abierta, en la que establecemos nuestra verdadera libertad y nuestro principal retiro y soledad».


Esta pequeña protuberancia en el muro. Esta garita de piedra triangular colocada a extraplomo en el muro. Como la prisión de San Juan de la Cruz, tan impresionante sobre el puente de Alcántara, a plomo sobre el Tajo. Este es el compartimento del alma. Un pequeño cubículo con el espacio justo para un centinela solitario. Los desechables restos placentarios del origen convertidos en un parto viviente.


El faro de Cordouan, a siete kilómetros de la Pointe de Grave, mar adentro, fue concebido por Montaigne cuando era alcalde de Burdeos.


¡Oh, no es muy larga, la vida de un hombre!


Desde las orillas del Lidoire hasta el pie de la colina, ese es el verdadero viaje.


En el primer piso, se entra en la habitación donde iba a dormir «para estar solo».


Para sustraerse, escribió tan admirablemente, «de la dominación de lo civil y de lo religioso, de lo conyugal y de lo filial».


El núcleo está en la célula, el embrión está en el óvulo, el feto en su bolsa. Cuando el bebé se convierte en niño, el espacio en el que se encuentra se convierte en el caparazón del cráneo donde la psique, aún informe, y maleable, y exuberante, habita. Las paredes son su piel. Quien entra sin avisar en la habitación en la que se encuentra el niño viola al niño. Lo mismo ocurre con la habitación donde el escritor escribe.


El nido de la golondrina es también ella misma, forrado con su saliva.


El garitón, la cabina con techo cónico a lo largo del muro de la vieja torre, es el nido de la golondrina —no la biblioteca, de la que es la proyección. Es la proa que se adentra en el silencio, frente al hogar.


Montaigne llamaba «gardesas» [gentilicio de los habitantes del departamento del Gard, en el su de Francia]a sus colecciones de annotatio (en latín clásico habríamos dicho sus colecciones de excerptio).


Mis pequeñas carpetas rojas, sobre la estantería, eran una prolongación de los tres álamos negros.


En lo más alto de la casa del Yonne hay una habitación extremadamente pequeña y abuhardillada. La cama es muy estrecha, de ochenta centímetros de ancho. No hay más que unos pocos ladrillos en el suelo que forman un pavimento descuidado. Las paredes están desnudas. También las vigas, las he dejado grasientas de hollín, con olor a humo, y desnudas. Eso es todo. La «mesilla de noche» no es más que el ladrillo que sobresale de la pared, y sobre él coloco lo que queda de mí: una memoria USB. Porque eso es lo que quedará de mí. Me digo: «¡Mi vida fue menos voluminosa que un cráneo! ¡Incluso el pico de un cuervo podría haberla contenido!». Los pétalos de una anémona habrían bastado para empaquetarla. Lo más bonito, en el minúsculo altillo, es la bombilla redonda que cuelga e ilumina las páginas —sustituida con las primeras luces del alba por la ventana velux sobre el cabecero de la cama, a través de la cual el sol cae verticalmente. Ocurre, a menudo, que el alma se olvida de apagar la bombilla cuando todo está inundado de luz. Hay que tener cuidado, pero entonces no se está muy lejos del otro mundo. Nunca se está muy lejos ni del otro mundo, ni del otro tiempo. A veces me olvido de sentir lo feliz que era en brazos de quien amaba. A veces me olvido de la intensa fidelidad corporal que es la esencia del amor y que se remonta tan lejos. Que es la esencia de la intimidad extrema. Que es la esencia de la audacia repentina. Porque toda audacia animal, resquicial, se remonta al jardín salvaje del paraíso.


En el segundo piso, todo es redondo. Un nido extraño. Es como el círculo de Stonehenge, en Wiltshire, al norte de Salisbury. Hay dos vigas unidas por doce viguetas. OUK KATALAMBANÔ. Esto es lo que está escrito en una de ellas, en letras griegas mayúsculas. (Esto es lo que dice: «No llego a ninguna conclusión»). Hizo grabar estas dos palabras en la vigueta de madera de castaño con los caracteres de una lengua que él mismo no entiende. Hizo grabar esta sentencia en memoria de un amigo que lo entendía todo, originario de Sarlat, y al que traicionó. Su recuerdo es un perpetuo remordimiento. Es un extraño Vía Crucis, en el que se va de imagen en imagen bajo las figuras de la Pasión. Así es como camina bajo los muertos que cita.


2. Este monstruo de la simiente


Nació en la «montaña» de La Mòta de Mont Ravèl, por encima de la Dordoña, a una legua de la Gironda y del puerto de Burdeos. El estudio de este pequeño judío portugués, llamado Eyquem, que es el antiguo nombre transcrito en caracteres latinos de loachim en hebreo, que era el nombre del padre de la Virgen María —virgen tres veces: virgo ante partum, virgo in partu, virgo post partum— y que se añadió a sí mismo este hermoso nombre, tan taoísta, de «Montaigne», para firmar sus libros, en lo alto de su torre, rodeada por sus cuatro estrechos muros, encima del establo de su castillo, en medio del bosque, entre las arboledas de castaños y de cedros, en el punto más alto de los viñedos bordeleses.


Amaba el poder. Se cayó del caballo. Creyó morir. Abandonó repentinamente sus  responsabilidades y se liberó de todo compromiso. El 28 de febrero de 1571 Montaigne vendió solemnemente su cargo, abandonó las orillas del Garona y el puerto de Burdeos,  se retiró a su torre. Abdicavit. Tiene treinta y ocho años. Hace inscribir su disgusto por el parlamento en la pared de la biblioteca, en el segundo piso. Los «ensayos» sobre la vida y la muerte en los que se embarcó duraron veinticinco años: de «la ejercitación» de rozar la muerte a «la experiencia» de la muerte real, con la garganta contraída, en la cama, en su habitación solitaria, en el primer piso.


Una y otra vez repitió esta experiencia. Reelaboró este ejercicio espiritual, esta ascesis. Lo convirtió en un libro. Lo convirtió en dos libros. Los convirtió en tres libros. Siempre era el mismo libro.


El mismo libro cada vez más serio en el que un cuerpo se esfuerza por renacer. En el que un alma se esfuerza por encontrarse a sí misma y por comprender lo que no comprenderá jamás.


Se puso manos a la obra con el enigma.


Los más hermosos abrazos en los que el cuerpo ha experimentado la felicidad no son todavía más que ensayos.


La metamorfosis del mundo vivo es sexual, en constante descomposición y resurgimiento.


La intensa desnudez que busca en lo más profundo del alma nos atrae tanto como escandaliza.


Lo fascinante no puede abordarse más que de forma involuntaria y avergonzada, y busca desprenderse de su propio poder. En el deseo, a medida que el alma se fascina, el sexo se petrifica. Uno intenta desligarse de lo que le obsesiona, el otro intenta liberarse de lo que le obstruye y le constriñe. Durante el sueño, el sexo erecto durante cada alucinación onírica tiene una doble función: al revelarse alzado en medio del cuerpo, señala el sueño al tiempo que da testimonio del deseo que es el sello distintivo del sueño. El enigma está in futuro. Se lanza, tantea el futuro. Sin sueños, en los animales, en los pájaros, no hay futuro. El deseo es un pedacito de phutur dentro de la phusis que pertenece al sueño. El deseo diurno muestra algo distinto de lo que muestra a los ojos del durmiente, pero nunca significa lo que en él parece visible. Se dirige a sí mismo solo como un indicio, como una semblanza, como un fantasma. Como una especie de flor o de ángel o de camino de semillas. Nunca como un fruto. Es lo real sin lo real porque es lo real lo que sueña. Es tal vez el solo signo único. En cualquier caso, es el único signo que sigue siendo señal. Una señalización sin edad. Siempre anterior a la edad del sujeto porque es siempre anterior a la edad de su cuerpo. Por eso decimos: el sueño no conoce el tiempo. Siempre anterior a su concepción. Semen seminum. El en otro tiempo nunca designa la causa, la simiente de las simientes, indica, antes de la simiente, la tumefacción, la tumescencia, el agua original que remonta, que se eleva, que fluye, que se mueve, que se conmueve antes del borbotón incoercible o de la acometida por fin testimonio de la realidad.


El deseo es ese vacío que se abre, ese chaos, esa extensión de voracidad vacía que se clava en el fondo de la garganta, esa página en blanco que se extiende ante los ojos del que piensa.


Ese en otro tiempo monstruoso, ese en otro tiempo que se rebela y revela ese pasado, antecedente, sexual, ancestral, se refleja maravillosamente en los tres libros de los Ensayos de Michel Eyquem de Montaigne: «¿Qué monstruo es esta gota de simiente, de la que somos producto, que porta en sí misma las impresiones, no solo de la forma corporal, sino también de los pensamientos e inclinaciones de nuestros padres?»


Mientras Montaigne escribía el tercer libro de sus Ensayos, fue Ambroise Paré quien empezó a llamar «pequeña muerte» al síncope en el que el ser humano pierde «la conciencia de lo que le ha sobrevenido en su engendramiento».


En su libro, Ambroise Paré prefería modestamente llamar «estremecimiento» a lo que nosotros llamamos «placer».


La felicidad no es más que un estremecimiento.


Este monstruo de simiente es una pequeña muerte.


3. El altercado


Entre 1571 y 1580, Michel de Montaigne fue el primer erudito de nuestra historia en expatriarse de la tradición filosófica del pensamiento, entonces milenaria.


Abdica de sus funciones comunitarias, pero también de la dialéctica.


Abandona la lengua hablada.


Da el nombre, enérgicamente, al diálogo lingüístico, de altercado.


El único diálogo platónico que no es un diálogo, que es ciertamente un relato, es la Apología de Sócrates. Es el único libro de Platón que Montaigne separa de todos los demás y pone por encima de ellos. No es la apología de un hombre, sino una historia que está regida de un extremo a otro por la mortalidad de un mortal: como todo relato, solo comienza al día siguiente de la muerte que cuenta.


Este vivir y morir: la resaca de la mortalidad afecta a la natalidad desde el principio.


4. La disgregación


Montaigne escribió: «Es hora de deshacerse de la sociedad».


De la misma manera que una ola no puede ser desposeída de su resaca, de la misma manera que no puede liberarse de ese movimiento que se dispone a destruirla por completo y que la arrastra, de la misma manera que nunca se emancipa del vacío interior que la impulsa por delante de sí misma en el chapoteo de su espuma, el movimiento de nacer no puede ser separado de su disgregación, el salir no puede distinguirse del irse, de todas las singularidades sucesivas que lo alteran, de esas fragmentaciones progresivas que lo esculpen y le dan forma, lo definen, lo finalizan. Esa metamorfosis es una única morfosis. Es este vivir-morir que Montaigne inventa en su extraordinario libro.


Y esa disgregación construye espontáneamente el excessus político. Al final de su metamorfosis, la larva abandona el movimiento gregario.


Grex es la manada de bestias.


Solo en un segundo sentido se convierte en el puñado de vergas que las dirigen.


Unus que azota a los Plures.

Estos son los términos precisos que emplea Montaigne en Ensayos III, 9: todas las «descripciones de ciudadanía» de los antiguos griegos son «ridículas e inútiles para llevarlas a la práctica» porque son puros «altercados»; así como la base del lenguaje es la oposición, la base de la Historia es la guerra civil.


Rousseau tenía también esta convicción: el lenguaje nació entre los hombres para que «huyeran unos de otros y la tierra se cubriera de su cólera». Cólera a la que dan el nombre de naciones, para las que la guerra es la vida.


Sade, tan honesto discípulo de Rousseau, prefería decir: la esencia de la naturaleza es la maldición indomesticable.


Montaigne, incluso como presidente del Tribunal de Burdeos, incluso como embajador en la corte de Enrique III, pensaba como La Boétie, que había sido su Méntor, hijo de Alcimo y padre putativo de Telémaco, que vaga solo, noche tras noche, cerca de la orilla, hundiendo ambas manos en el mar donde naufraga su padre. Pensó: no existe una asociación específicamente humana. Las sociedades en las que viven los hombres contemporáneos derivan de forma continua de las sociedades animales en las que vivía la especie antes de hominizarse. Es de allí de donde saca la especie sus más terribles reflejos, los límites de su conciencia, es decir, sus huecos inconscientes, sus trazos de salvajismo, sus celos bestiales, sus conflictos territoriales, su gregarismo, su vulgaridad, su efervescencia mimética, sus pánicos, sus chivos expiatorios, su depredación prehumana con todas sus fuerzas, sus masacres.


Mi maestro Ezra (Émile es solo un apodo, Ezra es el verdadero nombre de pila) Benveniste solía decir: en lingüística, el plural no es originario. Deriva del neutro.


En lingüística, solo el grito solitario proporciona los antecedentes.


Ha pasado el tiempo desde la Chambre Ardente y la decapitación del rey inglés, desde la masacre de San Bartolomé —e incluso desde la toma de la Bastilla, las revoluciones contagiosas y sucesivas, las guerras franco-alemanas, los campos, las bombas. Ya no hay regímenes en la tierra en los que tengas cuerpo (habeas corpus). Ya no hay lugar donde la autodisposición espontánea, salvaje, orgullosa, injustificable, prime. En todas partes, en los diferentes Estados que componen el mundo, la libre circulación ha sido arrebatada a los cuerpos, la libertad ha sido disuelta en el alma de los ciudadanos. Los Parlamentos ya no la protegen, añadiendo una especie de pulverización a la aniquilación. En Francia, en 2020, se vio a la Asamblea Nacional votar la prohibición de ir a los bosques, de subir a las montañas, de respirar el aire de las cumbres y de las nieves eternas, de caminar por las orillas del mar, de pasear por las arboledas y los jardines. La elección que se ofrecía a la servidumbre de todos era entre un despotismo total e insidioso —tan blando como las arenas movedizas— y una tiranía tan violenta como aleatoria —tan imprevisible como una tormenta—.


5. La tormenta


Empezó a llover. Una intensa tormenta. Bajo las ráfagas de lluvia, con el chisporroteo de las gotas en las hojas de los árboles, hubo que retirar a toda velocidad las sillas plegables y los bancos alineados en el espacioso patio convertido en un lodazal, arruinado, socavado por las cuatro enormes ruedas del tractor que remolcaba el piano. Porque hubo que transportar el gran piano de cola, cubierto con una inmensa lona beige, con la ayuda de un tractor del pueblo de Montaigne, a cien metros de allí, hasta el interior de la iglesia. Hubo que llamar al afinador para que volviera a afinarlo. Hubo que reembolsar el importe de más de doscientas localidades que no disponían de ubicación. Se llenó al máximo la nave, el transepto, las naves laterales, las dos pequeñas capillas, de sillas pegadas las unas a las otras cuanto fue posible, a pesar de la epidemia. El alcalde de Montaigne era encantador. Empapado como Noé, negaba el diluvio mientras su chaqueta rebosaba agua y escupía las gotitas. Corrimos a lo largo de la larga avenida de castaños que iba desde la torre de Montaigne hasta la iglesia del pueblo, arrimándonos a los troncos para evitar la lluvia torrencial. Qué podría estar más cerca del destino que queríamos indicar que Boutes empapada. Inmerso. Aline y yo tocamos de maravilla. No había más que unas pocas velas encendidas en la oscuridad. Todos nos tocábamos como animales en un establo. La atención, el silencio, la oscuridad, la concentración, eran sublimes.

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Este artículo es la traducción amateur, que no sustuirá nunca a una realizada por un profesional de la traducción, y que solo pretende hacer accesible el texto al lector en castellano, del artículo «Montaigne» del libro Compléments à la théorie sexuelle et sur l’amour, de Pascal Quignard, Éditions Seuil, 2024

8 de abril de 2024

Les heures heureuses

 

Pascal Quignard
Les heures heureuses. Dernier Royaume XII.Albin Michel, 2033
Las horas felices. Último Reino XII. Shagrila Ediciones, 2024. Traducción de Rubén Martín Giráldez

«En este libro, donde quiero dejar la letra, debo recopilar estos últimos vestigios: los números y las fechas. Las horas que los ensamblan».

Una novela, según Quignard, es «el estuche que se inventa para hacer regresar lo inenarrable, el cofrecillo en el que se esconde, el arca que lo hurta a las miradas». Teniendo en cuenta la dificultad para recluirlo en la prisión de los géneros literarios clásicos, habría que ser muy flexible para considerar novela cualquiera de los doce volúmenes de la serie Último reino; ni siquiera su adscripción al genérico narrativa podría justificarse plenamente. Tal vez, renunciando a la precisión —una precisión, por otra parte, vana—, su intención, más que su composición en sentido estricto, se pueda situar dentro de los márgenes que delimitarían una supuesta literatura meditativa —un calificativo que podría acoger, también, la mayor parte de la obra de uno de sus contemporáneos, Pierre Bergounioux—, en la que se combinan narración —el récit francés—, la recreación de acontecimientos históricos, la cita como germen del pensamiento en el sentido que inaugura Montaigne en sus Ensayos, todo ello combinado con la inabarcable erudición del autor en los más diversos campos del conocimiento.

En esta duodécima entrega del ciclo —que empezó el año 2002 con Las sombras errantes (Les Ombres errantes) y terminará con un decimocuarto que se llamará La Perche du temps—, Quignard otorga el protagonismo al tiempo, centrándose en el concepto de hora, más como espacio de tiempo determinado que como el conjunto de sesenta minutos, y toma como punto de referencia histórico el Libro de Horas del duque de Berry (Les Très Riches Heures du Duc de Berry, 1413-1416), el manuscrito iluminado, entre los que se han conservado, más importante del siglo XV.

Un inciso. en gran parte de la obra de Pascal Quignard existe un concepto cuya significación es primordial: el jadis. El diccionario de la Academia Francesa lo define como «una vez, en un pasado lejano; hace mucho tiempo» —el traductor de Las Heures heureuses lo traduce como otrora; también sería adecuado en otro tiempo—, pero Quignard, que le dedicó el segundo volumen de Último reino (Sur le jadis, 2002), es algo más preciso en su definición —más incluso que Paul Verlaine, que tituló uno de sus libro de poemas Jadis et naguère (1884), traducido como Antaño y hogaño— y en su diferenciación del pasado: «el jadis acumula silencio, oscuridad y profundidad, mientras que el passé cifra lo mítico, lo biográfico, lo legenmdario». Es conveniente tener en cuenta esa distinción en toda la obra del francés, pero particularmente en Les Heures heureuses; en este sentido, las Horas, como herederas del tiempo cósmico primordial, no pertenecerían al pasado sino al en otro tiempo.   

La ventura o desventura de una hora no depende de la posición que ocupa en la esfera de un reloj o en la sucesión de horas del día o de la noche, sino de la aflicción que cesa coincidiendo con su llegada  o de la alegría que comienza cuando acaba su curso. La hora que todos esperan que llegue para que Napoleón III dé por acabada la velada y puedan irse a dormir; la hora de la muerte que nadie espera que llegue en que Juan de la Cruz ha dicho que estará ante Nuestro Señor rezando maitines; las horas inexistentes del éxtasis en que tuvo lugar el arrebato místico de Teresa de Ávila. 

El tiempo pasa, pero las horas se repiten, solas o agrupadas; el movimiento del tiempo se basa en esa repetición: su ubicación es fija, pero se mueven, todas a la vez, en un movimiento circular cuyo avance aparente se basa en la repetición.

«A las horas tristes no hace falta añadir la aflicción que las vuelve tediosas. Y puede —si se es supersticioso— que tampoco mezclar la espera que las vuelve inmóviles. Hay que ir al clavecín, al piano, al violín, a la viola, al shamisen, al violonchelo, y descifrar lo que sea. Hay que ir al jardín a regar los arbustos que tiemblan o los pétalos de las flores que se cierran al final del día, librarlas el polvo que las cubrió en el momento más caluroso, hay que traducir un libro, hay que coger un lienzo de bordado y trazar con lápiz el dibujo que nos plazca, el sueño de nuestro deseo, hay que coger una partitura y despejarla de notas, marcar los silencios, embellecerla, ensayar la digitación. Hay que buscar todos los subterfugios que impiden el sentimiento de los males que por desgracia alimentamos desde que tuvimos hambre y nos alimentábamos —exactamente igual que alimentamos  nuestros sueños por la noche con platos que soñamos durante el día— de pechos tan generosos y suaves que nos daban de beber. Incluso tristes, es bienvenido que las horas escapen al arrepentimiento».

Los Libros de Horas como el del duque de Berry reproducen el paso del tiempo, pero ese es un  tiempo terrenal, compartimentado, humanizado, manipulado en sus semejanzas hasta convertirse en la imagen de la criatura que está bajo sun dominio. Inconstante en su continuidad. El hombre ha fragmentado el año en cuatro períodos, cuatro estaciones, mirando al cielo; si hubiese mirado la Tierra, esos cuatro lapsos se hubiesen reducido a dos: primavera-otoño y verano-invierno, más antiguos que los seres humanos.

El mediodía es la peor de las horas: el sol cae a plomo, las sombras se esconden debajo de los objetos que las producen; según la tradición, a esa hora tuvo lugar la Caída de nuestros padres, a esa hora crucificaron a Jesús. Este es, según uno de los antiguos, el primer vestigio del tiempo.

«Porque no son mortales, los hombres, son los últimos. Todo está acabado entre sus manos. Todo está perdido en la lengua que evoca su mundo. Todo es anterior en la efímera sucesión de días discontinuos. Todo se ensombrece sin fin en la sucesión incoactiva de la noche, noche tras noche, hasta el momento en que todo lo que pertenece al mundo se apaga en lo más profundo de su mirada que muere».

La Hora es anterior al tiempo humano, cuando era «anaritmético», no medido ni medible, cuando no había ninguna noción de ubicación temporal, cuando era lo único que existía. Es ese tiempo el que ha vuelto visibles las cosas invisibles y el que crea, incansable, el resto. Es un tiempo sin tiempo que se crea a sí mismo. Llega la luz antes de que salga el sol; queda luz cuando ya se ha puesto. El alba, la hora de la apariencia, sucede aún es de noche; el ocaso, la hora de la desaparición, cuando aún es de día.

Quignard, en algunos de los fragmentos autobiográficos presentes en el libero, habla de cómo pasa el tiempo cuando el tiempo no existe, cuando se puedeubicar fuera de la corriente: las horas pasadas allí, cuando no existe el tiempo, son las más venturosas. Entre estas, las que compartió con Emmanuèle Bernheim, con quien mantuvo una estrecha y cómplice relación de amistad durante años, hasta su muerte, recordando episodios que vivieron juntos que tienen toda la apariencia de conmovedor homenaje.

«El tiempo pasaba sin dar cuenta de su huida definitiva».

Hay que buscar aquello que deseamos encontrar, pero ese hallazgo, a menudo, no depende de nuestro empeño, sino de que aquello se deje encontrar, de que haya llegado el tiempo de ser encontrado; es decir, que su tiempo y nuestro tiempo se hayan sincronizado —del griego syn, «con», «juntamente»,  y χρόνος, «tiempo», se refiere a una coincidencia en el tiempo, que sucede a la vez—. Si no se cumple esa condición, podríamos tener ante nuestros ojos aquello que buscamos y no verlo, no reconocerlo como el objetivo de nuestra búsqueda.

El tiempo, en apariencia omnipresente —una idea que la inteligencia humana no puede concebir—, debe contener espacios en blanco para que la sensibilidad pueda pueda hacerse cargo de su discurrir, al igual que todo objeto necesita algo de vacío a su alrededor para poder moverse —y como la conciencia requiere lapsos de apagón para llevar a cabo sus procesos: esto es el sueño—, como la luz precisa de la oscuridad, el gran amor de la ausencia, y la música y el habla del silencio. 

«Arrancar la vida al lenguaje, desarraigar la experiencia de la plenitud simbólica. Sustraer la existencia a la logorrea, al parloteo, a la circulación interminable de voces y de preceptos, a la jauría, al verbum, al relleno. Hay que dejar al final de los sembrados desiertos, arboledas, matorrales, arbustos, cardos, playas blancas, orillas de mar o de lagos salvajes».

Los libros son los mejores agentes para detener el tiempo, para recuperar el pasado, para hacer revivir a los grandes héroes de la antigüedad, para reconstruir, piedra sobre piedra, las ciudades que el mismo tiempo convirtió en ruinas, para reescribir las tablillas de arcilla atestadas de extraños caracteres que detallaban quienes somos, de traer al latiente presente todo aquello que fuimos —o que no fuimos, o que no seremos nunca—. De revivir las horas venturosas. 

«Luego, en la sangre del tiempo, un día, todos esos nombres y esas letras y esos libros y esas lenguas, todo fue descifrado, todo fue restituido.
Gilgamesh en Ur.
Enkidu en los oasis de las marismas.
Todo fue también murmurado de nuevo en los labiosa de eruditos, de epigrafistas, de arqueólogos, de historiadores, de guías; todo fue nombrado; y todo lo nombrado fue fechado; todo regresó como una crecida, una inundación imprevisible que volvió a ser sucesiva y fundadora.
Volvió como una historia en medio de la divagación y de la errancia.
Volvió como la felicidad en la dicha».

El término Renacimiento fue acuñado por Jules Michelet en su obra Renaissance et Reforme, en 1855. Para los renacentistas, más que un renacer lo que había tenido lugar fue un regreso —un fenómeno que apoyaría la intuición de que el curso del tiempo es circular, que no avanza en línea recta; pero esta es otra discusión—: Venus había nacido una sola vez y ahora regresaba, más bella que nunca, más deslumbrante, en contraste con la oscuridad de la época precedente. Y, con su regreso, el regreso de los dioses del pasado, anteriores al Dios de los que los convocaban. Fue el primer avance que tuvo lugar mirando hacia el pasado.

«El amor es la única motivación, inmotivada, que se relaciona directamente con el aliento de la vida.
Es la dicha.
"¿Quién es tan desafortunado como cree? ¿Quién es tan feliz como esperaba serlo?" [Máxima de Frasnçois de la Rochefoucauld]
El anuncio de una enfermedad mortal que nos golpea delimita repetinamente la sombra del paraíso».

A la demanda de ubicación que nos conecta con nuestro pasado «¿dónde estábamos?», el tiempo contribuye con otra pregunta: «¿cuándo estábamos?». El sistema de ecuaciones revela las  diferencias entre la ubicación espacial determinable, describible a través de un sistema estable de localización, compartible, universal, fijado a través unas coordenadas precisas y verificables, y una ubicación temporal movediza, expuesta a la subjetividad, ambulante, a pesar de ser susceptible de precisar mediante un sistema, el horario, pero que precisa del espacio para concretarse, para poder compartirse. El espacio es una dimensión física; el tiempo, una dimensión íntima, personal, inobjetibable. Si el tiempo fuera de la misma naturaleza que el espacio, Eurídice habría conseguido salir del Erebo de la mano de Orfeo; si este hubiera sojuzgado al tiempo del mismo modo que sometió al espacio, si ambos hubieran sabido cuándo estaban además de saber dónde estaban.

«Toda época, cuando está viva, revisita la totalidad de su pasado y procura una imagen nueva del mismo».

¿Cuándo empieza a contar la fracción humana del tiempo? ¿Cuándo es nuestro momento cero? ¿Cuando abrimos los ojos, cuando empezamos a ver? ¿Cuando, respondiendo al cachete de la comadrona, hacemos entrar en nuestro cuerpo, en nuestros pulmones, la primera porción del mundo exterior, que será el nuestro pero no lo es todavía, el aire, y rompemos a llorar?¿Al nacer, cuando salimos del cuerpo de nuestra madre, inmundos, acartonados, ciegos?  ¿En el momento de la concepción, cuando todavía no estamos pero empezamos a ser? ¿En el momento en que un hombre y una mujer sienten la punzada inevitable del deseo? Los sentidos entablan una batalla inclemente por hacerse con la relación del recién nacido con el mundo; pero cada uno de ellos pertenece a un tiempo determinado, cada uno tiene su hora venturosa. Una hora que encuentra su final en un momento omega que tampoco es fácilmente determinable: ¿cuando nos diagnostican una enfermedad mortal incurable? ¿Cuando ya no somos capaces de reaccionar a ciertos estímulos externos? ¿Cuando cerramos por última vez los ojos y el aliento se extingue? ¿Cuando nuestro cuerpo es pasto de las llamas o de la descomposición? ¿O cuando ya nadie nos recuerda?

«Epicuro y Lucrecio conocieron esa sensación entrelazada y tan poderosa de los sentidos que de repente irradian los unos sobre los  otros y se solapan de pronto. Celebraron esta combinación de carencia ansiosa, de nacimiento psíquico, de alegría alarmante.
La Boétie y Montaigne la conocieron.
Schopenhauer y Nietzsche la conocieron.
Esprit y La Rochefoucauld la conocieron».

Las horas más venturosas son aquellas que huyen de la compañía, de la historia, de la familia, o de la propia biografía, que desean privarse incluso de la conciencia, y que se recluyen en la privacidad: son las horas de la disidencia. En la Francia del Grand Siècle, el reinado absolutista del monarca que no solo se creía que personalizaba el Estado, sino que fue encumbrado a Rey Sol, propició la insurrección de la Fonda, la extensión en el territorio francés de la Reforma protestante y del jansenismo de Port-Royal-des-Champs, la aparición de los personajes de la précieuse, del libertin, los precursores prerrepublicanos ante la última encarnación, la última, aunque no la más débil, del feudalismo medieval; todo ellos reprimidos con la misma saña por la recientemente instituida censura estatal del cardenal Richelieu y reforzada por su lugarteniente y sucesor Jules-Raymond Mazarin.

«Hay cosas que hieren el alma cuando la memoria las hace resurgir.
Cada vez que se vuelve a pesar en ellas, se forma un nudo en la garganta. 
Cuando se dicen es peor aún, porque engendran poco a poco, si se busca compartirlas con aquellos que las escuchan, que levantan su rostro, que acercan su rostro, que esperan lo que se va a decir, una pena o, al menos, una incomodidad que las redobla.
Un miedo, también, a oírlas decir, 
un miedo a oírlas dichas,
un miedo a decirlas.
Hacen temblar un poco los labios.
La voz se quiebra.
Se deja de hablar.
Se deja de hablar, pero entonces se comienza a escribir».