24 de septiembre de 2014

La regla del juego

La Regla del juego I. Tachaduras. Michel Leiris, Días Contados, 2014
Traducción de María Teresa Gallego Urrutia
"El misterio empieza a partir del momento en que nos creemos que todo está ya explicado."
Que todo libro es una forma de comunicación entre un sujeto agente, emisor, el autor, y un sujeto paciente, receptor, el lector, es una cuestión de sentido común; y que a pesar de esta distinción, el lector, más allá de la simple comprensión, es exigido a implicarse activamente en el proceso de lectura, más allá de las cuestiones meramente neuropsicológicas, un atributo que se reservan los buenos libros.

Leiris es un autor cuyos textos implican al lector como pocos, que no se entienden sin el compromiso de éste, que tiene el deber de dar forma a la masa amorfa de información, sentido a sus imprecisiones y salida a sus laberintos.

Si, al igual que sucede con los días, existen libros festivos y libros laborables, los de Leiris son, indudablemente, del grupo de estos últimos. Una parte importante de su trayectoria narrativa quedó recogida en un gran proyecto que denominó La Regla del juego (La Règle du jeu), compuesto por cuatro textos: I. Biffures (1948), II. Fourbis (1955), III. Fibrilles (1966), y IV. Frêle bruit (1976), a cuya primera parte corresponde este Tachaduras que, con la osadía habitual, ha editado la barcelonesa Días Contados; un conjunto, forzosamente fragmentario, de escritos que exploran la memoria, el proceso creativo y el pasado del protagonista, y en los cuales el lenguaje, como forma de comunicación pero también como base para el juego, adquiere el papel principal.
"Durante las largas temporadas en que no me queda más remedio que reconocer que soy incapaz de una actividad creadora [...] estas notas hacen las veces de posición de repliegue. No ignoro, por supuesto, que no existe oportunidad alguna de liberación más que a partir del momento en que hemos podido engastar aquello de lo que queremos deshacernos en un enunciado fascinante para los demás y, en consecuencia, capaz de exaltarnos también a nosotros, oradores que se emborrachan con la propia voz."
Tachaduras contiene una exploración en sentido antropológico de los divergentes sentidos de una palabra en función del contexto ontogenético y filogenético, pero también en función del momento en que es pronunciada y del sujeto, y de acuerdo también con la intencionalidad. Independientemente del significado oficial -bajo la férrea dictadura de los diccionarios que, como la ley, permiten acepciones pero no excepciones-, el significado real, aquello que significa efectivamente para nosotros, no es una cuestión estática: cambia con el tiempo en el campo de nuestra comprensión, ya que la relación entre significante y significado no se establece de manera de manera formal dando un nombre a un significado previo -"¿cómo se llama/vamos a llamar a ese objeto con cuatro patas que sirve para poner cosas encima?"-, sino justamente al revés -"¿qué es una mesa?"-; es solamente de manera progresiva, formando parte de lo que solemos denominar aprendizaje, que vamos adjudicando significados a ese significante que se nos impone, hasta alcanzar su total comprensión. Es un proceso de asimilación mediante el cual un objeto exterior, que no tiene por qué ser físico, al ser comprendido es también aprehendido, y pasa a formar parte del sujeto.
"Billancourt, un nombre que se estira más arriba de los tragaluces y de los patios, igual que el humo de una fábrica, igual que el chirrido de un tranvía que rueda por las vías, y cuyas tres sílabas tropiezan entre sí tristemente igual que las pocas perras gordas que le han dado a un mendigo tropiezan en el fondo del platillo que sacude con la esperanza de despertar la compasión de los sordos".
El lenguaje adquiere su máxima validez cuando implica como mínimo a dos sujetos, cuando los roles de emisor y receptor se intercambian constantemente, cuando las facultades de ambos roles están equilibradas. Esa validez, por tanto, sólo puede mantenerse en la comunicación hablada; esa es la razón por la cual los carteles, las señales y los avisos no son propiamente comunicación, ya que no admiten la réplica ni la interlocución ("interlocutor", etimológicamente, el que interrumpe al que habla: el que se cuela en su discurso, el que modifica las intervenciones propias en función de la intervención del otro); al contrario, se imponen con su gélido formulismo impidiendo la réplica, la rectificación o la matización como si, en definitiva, el otro no existiera, o no se le esperara, o no hiciera ninguna falta. La misma estupidez, realmente, que escribir una fórmula en una placa indestructible o grabar un mensaje en un dispositivo electrónico con destino a las estrellas para que una hipotética civilización extraterrestre llegue a saber de nosotros. 

Placa de la nave espacial Pioneer X
es.wikipedia.org
¿Qué entenderían esos extraterrestres, incluso en el caso de obviar la inexistencia de códigos comunes, de un mensaje grabado? ¿Sería relevante, para ellos, la información que contiene el dispositivo? Y caso de ser relevante, ¿qué uso podrían darle a esa información, qué fin, para qué podrían usarla? ¿Qué pensarían de nosotros, esos tipos que en lugar de provocar una conversación, les mandan un rótulo con información? ¿Nos tomarían por una civilización avanzada porque somos capaces, con nuestra técnica, de enviar un mensaje a una distancia inconcebible, o por una raza extinguida -lo cual no parece descabellado si la nave tarda mucho en llegar a encontrarles- que, ante la imposibilidad de contacto, mandó ese artilugio como último recurso, como ese mensaje con destino a nadie en la botella que envía el náufrago, más para materializar la hipótesis de su extinción que para buscar ayuda efectiva?

Leiris apuesta por re-crear el diccionario: las palabras no sólo tienen el significado que éste les concede, ésas serían palabras muertas por inmovilidad y sólo servirían para comunicarnos los unos con los otros; las palabras de verdad son aquellas cuyo significado trasciende su definición, aquellas a las que adjudicamos, unilateralmente, una pluralidad de significados asociados a un sonido, a una declinación, a la disposición determinada de una vocal o, simplemente, aquellas a las que en el pasado, y consecuentemente en nuestro recuerdo, estuvieron asociadas a un objeto o a una circunstancia a la que han quedado inseparablemente unidas. De este modo, el lenguaje serviría también como desencadenante del recuerdo, y las palabras se podrían usar para resucitar momentos del pasado, otras palabras, objetos, personas o situaciones determinadas, ya que los llevarían asociados desde su primera impresión en la memoria, como si esas palabras fueran, en definitiva, el desencadenante de un desconocido proceso que llevara al primer plano de la conciencia aquello que permanece escondido bajo múltiples capas de recuerdos.
"Repitiéndome algunas palabras, algunas locuciones, combinándolas, haciendo que actúen juntas, es como consigo resucitar las escenas o cuadros con los que van asociados esos carteles, escritos más veces con torpes trazos de carbón que caligrafiados."
A veces, a pesar de todo el arsenal de métodos de que disponemos para acceder al contenedor de nuestros recuerdos, somos incapaces de distinguir si ese suceso que acabamos de rescatar corresponde a un suceso real, es decir, redundantemente, a un "suceso sucedido", o a un "suceso imaginado", una ficción que hemos ido construyendo con retales de algunas experiencias reales y actos imaginados, deseados o descuidadamente inventados, zurcidos con el bramante de la verosimilitud, y que una vez presentados en asociación,  clasificados y admitidos en el abanico de posibilidades -pues es la potencialidad la característica que le otorga verosimilitud-, pasan a formar parte de la experiencia propia como el más real de los sucesos. El componente de fantasía de la expresión "érase una vez...", por ejemplo, pone en evidencia el modo en que determinadas fórmulas discursales matizan y cualifican el contenido de la idea central; la nula precisión ("...una vez") hace difícil encuadrar el hecho citado en un pasado "real", no tanto porque no se pueda concretar como porque su realidad es dudosa.

Es inevitable que su discurso sobre el lenguaje acabe llevando a Leiris a escribir acerca del acto de escribir, a cuestionarse cómo lo descrito contamina la forma en que se escribe, cómo el "estilo" puede comprometer no ya el sentido de lo escrito sino también la propia comprensión del texto y el ritmo de los sucesos: si para describir un momento fugaz necesitamos una prolongada sucesión de frases, o bien puede que estemos modificando la duración o la intensidad del fogonazo o, en todo caso, estamos estableciendo un recuerdo modificado que no se corresponde fielmente con el suceso original, y que puede tomar su lugar en la memoria; es decir, recordaremos el recuerdo y no el hecho original.
"[Mis frases son] formaciones parasitarias que proliferan en cuanto escribo, enmascarando el pensamiento auténtico más de lo que le ayudan a explicarse con mayor precisión y revelándose, a fin de cuentas, como una serie de pantallas que se interponen entre mis ideas y yo, las atenúan, las asfixian bajo el peso de una masa verbal excesiva y acaban por tornármelas ajenas o por disolverlas por completo."
El caso es que se pueden escribir en un Diario escenas que imaginamos y reflexiones que, aleatoriamente, nos vienen a la cabeza, sin tener idea de la razón última por la que los registramos, y recuperarlas después de transcurrido el tiempo, y encontrarles entonces la justificación porque lo ocurrido en nuestra vida las dota de sentido que no poseían. En cambio, cuando anotamos un hecho concreto, algo que ha sucedido o, más comúnmente, que nos ha sucedido, siempre tenemos una razón para hacerlo, aunque en aquel momento no seamos conscientes. Después, transcurrido el tiempo y recuperado lo escrito, podemos encontrar una razón alternativa a la razón original, pero siempre será una re-interpretación, y no necesariamente la más ajustada a la realidad ya que, en este caso, la vida ha actuado modificando esa razón, no alumbrándola.
"Todo esto que estoy removiendo, todas esas ideas que voy enganchando unas en otras, fiándome de las palabras para que vayan llegando por turno, como si no tuviera ya nada ni en el corazón ni en la cabeza sino una cierta capacidad especiosa de hablar, no tengo la seguridad, a fin de cuentas, de que no sean los frutos del más vano de los artificios literarios más aún que una especie de logorrea."
Retrato de Michel Leiris por Francis Bacon
http://www.michel-leiris.fr
La escritura, para Leiris, no es tanto un método para escapar de la realidad como una única posibilidad de conversar con uno mismo; no tanto de hacer volver el pasado para, escribiéndolo, convertirlo en presente, como dejar constancia de unos hechos para poder afrontar el futuro con garantías, con las armas que hemos ido acumulando a lo largo de nuestra vida. No tanto una búsqueda, en abstracto, del propio yo, como el intento de colocarse uno mismo en el laberinto del tiempo, de indagar nuestro lugar en el mundo, de fijar nuestro cambiante entorno hasta encontrar ese elemento que permanece inmóvil, aun en su variabilidad, y poder finalmente exclamar: "ése soy yo".
"Le aplico aquí a mi investigación el orden cronológico natural y me sumerjo en el flujo de los años como para descubrir en él una génesis. Por querer saber cómo llegué a ser, en lo profesional, lo que soy, me remonto a la adolescencia e intento ver cuáles podían ser por entonces los proyectos de futuro que tenía. Y compruebo que, a decir verdad, no tenía ninguno [...]. Si voy en sentido inverso -partiendo del presente para remontarme hacia el pasado- a lo mejor tengo más oportunidades de descubrir la juntura o el gozne que une mis ocupaciones actuales a deseos antiguos formulados de forma más o menos expresa. A falta de ideas explícitas sobre una carrera, incluso aunque falte todo tipo de vocación definible, al menos hallaré unos cimientos y algo que me demuestre que mi vida no está hecha por completo de casualidades."
La dedicación a la literatura de Leiris no es debida ni a una vocación temprana ni al ansia de liberar una supuesta tensión creativa; Leiris dice dedicarse a la literatura, en parte, porque no posee ningún otro mérito ni ninguna disposición especial para dedicarse a otra cosa; pero también para liberarse de la categoría temporal, no tanto con el afán de trascendencia espiritual como para experimentar el tiempo a su ritmo:
"Atrincherarse. Ensimismarse. Aislarse del orden de las cosas [...]. Quebrar el paso del tiempo para regresar a la libertad de la infancia."
en todo caso, sí que es una decisión consciente, aunque con variadas dosis de razonabilidad, para, mediante esa suspensión del tiempo, indagar en las razones que le han convertido en quien es, aislar su existencia de los condicionantes de la "vida normal" y, de este modo, engañar a la muerte.
"Desde luego, no sentiría sino un interés muy limitado por la actividad literaria si no la concibiera, de un modo u otro, como paralela a la vida."
Pocos autores han hablado de sí mismos con tan poca presunción, con tanta sinceridad, anteponiendo sus dudas y sus cuitas a sus inviolables certezas, a las declaraciones grandilocuentes y a las sentencias lapidarias: el interlocutor de Leiris, aunque seamos ahora nosotros quienes lo leamos, en sí mismo; o mejor dicho, los múltiples sí mismos que han respondido, a lo largo del tiempo, al nombre de Michel Leiris.

"Adelantado a mí. Uno no en presente de indicativo (cuando no me repliego hacia el pasado) sino en ese futuro absoluto al que nos arroja la aprensión de la muerte."
Leiris no pontifica ni fija el pasado; Leiris deambula por el mundo de las palabras, ensaya significados y retrocede. Busca, en ese inmenso repositorio figurado que es el recuerdo, las conexiones que algún día se establecieron -y se olvidaron, o de perdieron-, merodea entre significados, entre palabras y entre sonidos para recuperar ideas, conceptos o sensaciones, se recrea en las interpretaciones y cede ante las polisemias. En definitiva, escribe en las fronteras del lenguaje, justo donde la utilidad está a punto de sucumbir ante el placentero recreo. Tachaduras es pues, ante todo, una invitación al juego cuya recompensa es, justamente, aceptar el desafío.

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