16 de noviembre de 2016

Tradiciones


A finales de los 80 estuve en una misión salesiana del norte de Tanzania, una misión que consistía en un cercado que protegía tres chozas: una que hacía las funciones de capilla, otra era un ambulatorio de asistencia primaria, y la última un pequeño hospital para unos pocos internos cuyas enfermedades pudieran gestionarse desde la misión y para partos. Aparte de la asistencia primaria para las numerosas tribus nómadas que pastoreaban cerca de allí, se encargaban de gestionar las diferentes campañas semi-gubernamentales –habría que discutir mucho sobre eso: las tribus nómadas eran un estorbo para ambos países, ya que no sabían de fronteras ni de límites, rebeldes por propia decisión, con lo que su adscripción a uno de ellos o el otro era una cuestión irresoluble que los gobiernos respectivos no tenían prisa en solucionar…- de vacunación y prevención para toda la variedad de enfermedades endémicas de la sabana de África oriental. El hecho de que fueran los salesianos los que gestionaran ese centro, aparte de que el estado tanzano no llegaba a cubrir esas funciones en un lugar tan remoto de cualquier ciudad –la más próxima estaba a más de sesenta kilómetros; había otra más cercana pero situada en territorio keniano y, en aquella época, las relaciones institucionales entre ambos países no eran muy fluidas- se debía a que el cristianismo era la "religión" extranjera mayoritaria en el país, y religión oficial junto con las creencias animistas tradicionales; de hecho, casi todas las personas tenían dos nombres, el swahili y el cristiano.
El elenco asistencial estaba compuesto por un médico y un enfermero pertenecientes a la congregación salesiana, ambos procedentes de Cádiz, dos enfermeros aborígenes, un intérprete que dominaba el masai, el swahili y el inglés, y una médico también tanzana. Ésta, una chica de veintipocos años, estaba efectuando una estancia temporal en la misión, y acostumbramos a sentarnos al fresco, los días que coincidimos, después de cenar para charlar sobre lo divino y lo humano, fundamentalmente de África y Europa. Me contó que había estudiado Medicina en los Estados Unidos gracias al programa para universitarios del gobierno: en Tanzania la educación primaria y algo parecido a nuestra secundaria era obligatoria y completamente gratuita, pero el Estado no tenía posibilidad de cubrir toda la demanda nacional de universitarios, principalmente debido a la dispersión geográfica de las pocas ciudades e innumerables poblados desperdigados por todo el territorio. La solución para esa disfunción era que, a los alumnos que destacaban por sus notas -el número era, necesariamente, muy reducido- se les mandaba a universidades extranjeras con todos los gastos pagados, con el compromiso de volver a su país por un plazo fijado a ejercer su titulación; una vez transcurrido, podían emigrar; este plazo contributivo con quien había corrido con sus gastos universitarios era el que estaba cumpliendo en aquellos momentos, pasado el cual volvería a los EE. UU., donde ya tenía trabajo comprometido en un hospital privado de la ciudad de Boston y, por lo que entendí, un chico, también tanzano y de su misma etnia, que le estaba esperando.
Cuando hablábamos del peso de las tradiciones en las culturas africanas, que yo tendía a maximizar con la ignorancia supina del extranjero, me confesó que aprovecharía su estancia en Tanzania para practicarse la clitoridectomía, una intervención que sus padres no quisieron que se le practicara en su día; ya tenía apalabrada la fecha con el consejo de mujeres de su etnia para que se la realizaran por el método tradicional, es decir, mediante una hoja de navaja mellada, sentada sobre la manta ceremonial, y sin ninguna garantía sanitaria. Por supuesto, me dejó estupefacto; sobrepasando la confianza que nos teníamos, me parece que incluso llegué a faltarle al respeto, le pregunté cómo una mujer universitaria, con un expediente académico brillante de su titulación en Medicina –precisamente-, una persona culta y vivida, absolutamente occidentalizada, aceptaba someterse a esa mutilación… Recuerdo que me miró con algo parecido a la compasión, y me dijo: “Tú no lo entiendes, tú eres europeo, tienes tu documento de identidad y tu pasaporte, y allí dice quién eres y de dónde eres, y eso te basta. Yo no necesito ningún documento para saber quién soy y de dónde soy, pero lo que sí necesito es ese sentimiento de pertenencia, para ser aceptada como uno de los míos pero sobre todo para aceptarme a mí misma, que solamente se puede conseguir con esa ceremonia."
De regreso a Barcelona, recuerdo que busqué información acerca de la ablación aquí -era la época de las primeras corrientes migratorias desde África-; me entrevisté con un cargo de la Cruz Roja local, que me comentó que era una ceremonia prohibida por la ley, pero que existía un piso, en los alrededores del Fossar de les Moreres, donde se toleraba su práctica. Pero esto es otra historia.

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