10 de julio de 2017

Un pueblo de Oklahoma

Un pueblo de Oklahoma. George Milburn. Sajalín, 2017
Traducción de Ana Crespo
Una comunidad de habitantes es tanto más endogámica cuanto mayores sean sus hechos diferenciales con las comunidades de su alrededor y cuanto más efectivo sea su aislamiento, geográfico o moral; en la primera mitad del siglo pasado -y, probablemente ahora mismo, aunque en menor medida- el inmenso territorio de los Estados Unidos de América contenía una buena cantidad de esa clase de asentamientos. Un pueblo de Oklahoma (Oklahoma Town, 1931) es el retrato minucioso de una de esas agrupaciones -inevitable la relación con Winesburg, Ohio- realizado por un ciudadano procedente de una ciudad, Coweta, que podría ser un reflejo exacto de la localidad en la que sitúa la acción.

Visto con la perspectiva actual y desde la cultura urbana europea, el pueblo del texto se asemejaría a la pista central de un circo en la que tiene lugar la exhibición de las más sorprendentes atrocidades; ese extrañamiento no se produce, como es lógico, cuando el punto de vista es interior porque, además de la absoluta falta de referencias, se genera un fuerte sentimiento de pertenencia entre sus habitantes cuya naturaleza es difícilmente fijable o delimitable, pues es claro que existe un "nosotros" claramente aceptado pero cuya definición es tremendamente difícil: ¿incluye a los negros? ¿Y a los alemanes? ¿Y a los no cristianos? ¿Hasta qué punto se pueden ir quitando capas a la cebolla para lo que nos reste siga siendo cebolla?

Lo que sí parece más claro es la relación de esos hechos diferenciales: racismo sin freno y sin arrepentimiento; religión, con visitas personalizadas del Espíritu Santo y las supersticiones más increíbles: disputas vecinales por cuestiones de límites con sus correspondientes ajustes de cuentas;  personajes situados entorno a la linde de la cordura; venganzas que, provocadas por cualquier nimiedad, pasan de padres a hijos; jóvenes guapos de buena familia e inmejorable futuro que se meten a curas y las bellas y decentes damiselas que pierden su honor en dudosas relaciones con el desarrapado pero ingenioso de turno. En definitiva, una colección de sujetos con reacciones primarias de cuya influencia sólo sobre puede escapar largándose, aunque el villorrio parece actuar como una especie de imán que impide la evasión o que, caso de lograrlo, mantiene aun en la distancia su área de influencia.

Ahondando en las similitudes estilísticas con la obra de Sherwood Anderson, de la cual sería un perfecto complemento, la voz narradora es en tercera persona, y el punto de vista tiene una intención de objetividad -aunque en unas cuantas y deliciosas ocasiones se traiciona- que, en un estilo casi periodístico, se limita a tomar nota de aquello que observa, sin calificar ni enjuiciar. La estructura toma la forma de un mosaico en el que cada cuadro posee significación por sí mismo pero que adquiere otra dimensión cuando se considera como parte de un conjunto, a pesar de la dispersión, perfectamente homogéneo.

Un texto antropológicamente interesante y literariamente sugestivo, que muestra un modo de narrar que se ha ido olvidando con el tiempo pero que mantiene la intensidad y la eficacia de la buena literatura.

Calificación: ****/*****

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